“¡Niña, acedías frescas!”, un joven a torso descubierto vocea el género que pasea en su espuerta. Unos pasos más allá, tres chavales con pinta de ser estudiantes de conservatorio usan sus guitarras y clarinete para cantar por rumba, con más gracia que arte, Buana Buana King Kong. Un grupo de turistas ingleses atraviesa con los ojos como platos ese pasillo de costumbrismo más o menos fingido que se sucede desde el puerto de Cádiz hasta su plaza de Abastos. A ambos lados de ese camino, hace ya tiempo que los negocios de barrio dieron paso a turronerías boutique, restaurantes de sushi con decoraciones cool o con pizarrones de paellas precocinadas. Hasta el histórico Bar Brim —de esos en los que se bebe en vasos Duralex— ahora tiene un cartel en su ventana que reza “Take away”.
El recorrido gaditano —realizado un jueves de septiembre— se vive con sus respectivas variantes en el centro de cualquier ciudad española o europea que haya abrazado hace tiempo al turismo como principal fuente de ingresos. El reverso de ese Maná es bien conocido: subida del precio medio del alquiler, gentrificación o desplazamiento del local. La gastronomía vernácula tampoco escapa de esa espiral turistificadora. Cada vez más expertos alertan de la foodificación que sufren los destinos vacacionales, con una oferta culinaria cada vez menos identitaria, más estandarizada y cara que ahuyenta al vecino y, en muchas ocasiones, precariza el mercado de trabajo en la hostelería. “Se está produciendo un secuestro del paisaje alimenticio. Las ciudades primero se turistifican, se hacen un decorado. Luego, se gentrifican expulsando al vecino y, por último, se gourmetizan”, advierte José Berasaluce, coordinador del máster gastronómico de la Universidad de Cádiz, Masterñam. Desde 2017, la ciudad de Cádiz ha pasado de ofertar 5.277 plazas a poder acoger a 17.400 personas, según el Informe de la Oferta Turística de la Junta de Andalucía de este 2023. Pero el incremento es inversamente proporcional a la pérdida poblacional de la capital: si en 1981 había 157.766 vecinos censados, en 2022 (último dato disponible) la cifra se había reducido a 113.066 habitantes.
Cádiz se encuentra inmersa justo en el segundo paso de esa metamorfosis en la que el local cada vez se siente más extraño en los bares y restaurantes que antes consideraba suyos y ahora están llenos de turistas, ávidos de vivir experiencias autóctonas. “El foodie es un depredador de la identidad ajena”, resume Berasaluce. Pero otros destinos, como Barcelona y su barrio de La Barceloneta o Florencia ya viven las hieles del “secuestro del paisaje gastronómico”, como añade el experto. Por eso, el máster de gastronomía de la universidad gaditana que él dirige este curso incorporará una asignatura concreta dedicada a los nacionalismos gastronómicos, la soberanía alimentaria y el proceso de foodificación que impartirá la escritora y profesora especialista en historia de la gastronomía, Inés Butrón. Pero el debate en el seno investigador no es nuevo y cada vez más artículos científicos y congresos alertan de un fenómeno global de la gentrificación alimentaria que lleva aparejado fenómenos como “la apropiación cultural, fetichización, poder corporativo, pobreza, vivienda, el acceso a la alimentación y racismo”, como explica Joshua Sbicca, profesor de Sociología en la Universidad Estatal de Colorado, en su artículo Alimentación, gentrificación y transformaciones urbanas.
Sbicca detecta cómo hay vecindarios que eran de “población pobre y clase trabajadora” que han mutado hasta convertirse en objeto de codiciado deseo para quienes buscan “destinos cosmopolitas donde vivir ricas experiencias culturales y gastronómicas” en los que la cocina tradicional del barrio ha desaparecido. Es el caso de Eixample y Ciutat Vella de Barcelona, zonas de Nueva Orleans y Marrakech, el barrio de Ruzafa en Valencia o el centro de Sevilla, lugares en los que productos como el aguacate, el pan bao y el hummus están tan presentes como estandarizado. “Lo tradicional no está ni se le espera, pero cuando está es tan exótico, tan objeto de deseo, que se usa para encarecerlo. El resultado es que tienes un plato malísimo y carísimo”, ejemplifica Butrón, que se reconoce expulsada de su propia ciudad, Barcelona, harta de “pagar esos precios y comer cebiche a todas horas”. “Ahora lo exótico en Cádiz es el atún encebollado porque solo se ofrece crudo. Los saberes culinarios y sobre productos se han perdido y el consumidor tiene una tabula rasa sobre los productos”, denuncia la experta, que tiene raíces gaditanas.
Casi todo ese proceso de foodificación y estetización de los alimentos que sufre un destino turístico cabe en un mercado de abastos. Tanto que el de San Miguel de Madrid —convertido en 2009 en un espacio gourmet de precios habitualmente astronómicos— ya da nombre a ese efecto que atraviesan estos espacios al convertirse en lugares de degustación, en un fenómeno global que va de México a España, pasando por Reino Unido. “Estas transformaciones están marginando su función de servicio público dedicado a la venta de productos generales a precios asequibles y, así, generando nuevas formas de exclusión y desplazamiento”, denuncia Sara González, profesora de Geografía en la Universidad de Leeds en su artículo La ‘gourmetización’ de las ciudades y los mercados de abasto.
Ana Eliso —Anita La Pantoja para sus clientes— sufre en sus carnes el fenómeno, también llamado síndrome de La Boquería (el instagrameable mercado de Barcelona), en el momento en el que ya hay más turistas con cámaras que vecinos. Regenta desde hace décadas un puesto de fruta en el Mercado Central de Cádiz y se reconoce “amargada” con la esquina gastronómica que le quita clientes. “El guiri mucho miranding, pero de comprar, nada”, tercia la dependienta. Una clienta, carro de la compra al ristre, le da la razón: “Si estoy comprando y veo mucho de fuera mirando, me doy la vuelta y me voy sin comprar”. La pérdida de clientes que sufre Eliso tiene, además, clase social concreta, “personas de rentas bajas, minorías étnicas, emigrantes y personas mayores y comerciantes más débiles”, como añade González. “Son los parias, los grandes damnificados que no tienen voz, ni pueden formar parte del debate público cuando se habla de turismo. La pobreza queda entonces solo como parte del patrimonio, del decorado”, añade Berasaluce.
No se sabe muy bien cuándo llegará Cádiz al estadio final, pero sí lo que ocurre al final del camino, lo que el profesor gaditano denomina “desiertos alimentarios”. “Es cuando desaparecen los comercios de alimentación, ya no hay porque todo se hace por el canal horeca”, explica Berasaluce. Justo de ese final alertaba hace unas semanas la nueva alcaldesa de Sanlúcar de Barrameda, Carmen Álvarez (IU), cuando alertó en Diario de Cádiz que su ciudad no se podía “convertir en un gran comedor” y denunció la paradoja de que el año de la capitalidad gastronómica de 2022 se saldó con menos ventas para para agricultores y pescadores locales. Llegados a ese extremo, además la fractura social, la sindical se hace también más acusada. “La estacionalidad del sector hostelero hace que haya repunte de contrataciones en temporada y fuera de temporada se ven sin nada. Es destructiva y muy dañina e impide la fijación de los ciudadanos al territorio”, añade el coordinador de Masterñam.
Butrón, acostumbrada a viajar por España estudiando la gastronomía tradicional, está también habituada a ver “las ciudades evolucionar, embellecidas por el turismo, pero lo ideal es que al volver, la gente siga allí, que no la hayan expulsado”. Berasaluce asegura que la única forma de lograrlo es con “la regulación e intervención de lo público” y ejemplifica cómo los ayuntamientos controlaron en el pasado la excesiva concentración de entidades bancarias en determinadas calles. Hay incluso casos concretos, como Florencia, que entre finales de 2017 y septiembre de 2018 llegó a crear ordenanzas para suspender durante tres años la apertura de nuevos negocios de comidas y bebidas y para limitar el consumo de alimentos en público, ante el éxito de locales que ofrecen el bocadillo florentino de pan plano, schiacciata. La medida “funciona”, explica Berasaluce, que el pasado mes de abril se reunió con responsables municipales de la ciudad. Incluso ya hay consistorios y administraciones que se plantean o están aplicando medidas similares en Roma, Lisboa, Venecia o Verona, como ejemplifica el artículo científico de la Universidad de Florencia The foodification of the historic centre of Florence.
La duda está en si esos frenos normativos a la foodificación, cuando se dan, llegan “demasiado tarde”, como se pregunta Berasaluce. “¿Qué pasará con el último rincón que haga el rollo de bonito? Pues esperemos que la gente lea poco y dejen en paz a esa señora que lo elabora”, añade Butrón resignada. En Cádiz, más allá de la ordenanza que puso coto a nuevas licencias de apartamentos y hoteles en determinadas zonas, no hay nada más previsto. Anita la Pantoja dice que, por ahora, esta dispuesta a aguantar resignada. A 50 metros de ella, la colombiana Sonia Olaya y su pareja, el inglés George, comen un papelón de pescado frito y dos botellines de cervezas en una mesa alta. Han venido desde Marbella a pasar un día por Cádiz y están encantados con su hallazgo casual del Mercado, en su camino hacia un restaurante que les recomendó un amigo. “Es una maravilla. Somos foodies, buscamos lo tradicional, pero cada vez cuesta más por los turistas”, zanja Olaya, sin reparar en la paradójica contradicción.